Transitaba la otra noche por una calle central de esta hermosa Capital, cuando llamó mi atención un grotesco cartelón que colgado de una lanza, un muñeco con gran panza, muy orondo, sostenía, y en letras gordas decía: "Bazar de la mescolanza". Pecando yo de curioso frente al bazar me piré, y un buen rato me quedé observando lo que había. La gente entraba y salía en colosal entrevero, ni "don Juan, el del aujero" le podría competir; era aquello, sin mentir; inagotable hormiguero. Allí se hallaban mezlados con la copetuda dama la nodriza, la mucama y el compadre callejero; señoritas de sombrero junto al mozo de cordel, hasta el gallego Samuel, el tipo cambalachero, se hallaba en el entrevero; en fin: era una Babel. Había preciosas telas de gró, de seda y fular; tijeras para esquilar, lámparas calentadores, cintas de todos colores, alpargatas uruguayas, queso gruyere, pantallas, calzoncillos, bicicletas, carbón de coco, galletas, papas, relojes y mallas. De música y cirugía infinidad de instrumentos: parches porosos, ungüentos y otras muchas medicinas; orejones y sardinas, betún, pimientos morrones, brillantes y camarones, patas de chancho, zapallos, pomada para los callos, pamelas y levitones. La gente daba mil vueltas estorbándose el camino, y en revuelto torbellino el negocio se encontraba. El público respiraba una atmósfera cargante; yo permanecí un instante tan sólo por curiosear, pero tuve que escapar "como rata por tirante".